Cuando éramos niños parecía que no había un problema suficientemente grande para ser superado. ¿Por qué? Después que agotar todos los limitados recursos que tenías a tu disposición, sin éxito, recurrías a la varita mágica: mamá y papá.
Ellos eran una especie de superhéroes enviados para hacernos la vida posible y feliz. Correr a los brazos de mamá, buscar la ayuda de papá, era semejante a saber que toda situación o problema podía ser resuelto.
En el cuarto de mis padres hay todavía colgado un dibujo bastante rudimentario, con trazos irregulares, semi deforme, poco agradable a la vista, pero de gran valor. Fue elaborado por mi hermano cuando cursaba el pre-escolar, como un regalo del día de las madres.
En él, a mano izquierda puede leerse un escrito muy sencillo transcrito por su maestra, y a mano derecha se encuentra un curioso boceto de mi mamá. Ella está de pie en el vacío, tiene una capa puesta, y porta en su mano una espada.
Esa es la imagen de su madre que tenía un niño de 4 años: una espadachina o una superhéroe. Cuando necesitábamos ayuda, sabíamos que nuestros padres podían ser nuestro socorro.
Lo que me hace pensar también en la frase memorable que una hija ex secuestrada dirige a su padre salvador en la conocida película Búsqueda implacable: “Sabía que vendrías”.
Sin embargo, al crecer nos damos cuenta que aunque los padres son una gran ayuda, no son capaces de resolver todo. De hecho, comenzamos a preferir hacer las cosas solos.
Allí es que, al enfrentar problemas y conflictos de la vida ante los cuales nos sentimos impotentes, miramos alrededor, miramos hacia los montes, y decimos como David, “¿De dónde vendrá mi socorro? (Salmos 121:1).
Precisamente eso era lo que le estaba sucediendo al futuro rey de Israel. Este salmo fue compuesto cuando David se encontraba escondido en el desierto de Parán, tras enterarse de la muerte del profeta Samuel.
Había perdido a su último amigo influyente y lo más lógico es imaginarlo preguntándose qué sucedería ahora. Quién lo ayudaría cuando se viese envuelto en peligros.
Cuando David dice “Alzaré mis ojos a los montes, ¿de dónde vendrá mi socorro?” presenta la opción de recurrir a las vanas e ineficientes ayudas que se pueden hallar en este mundo.
Los “montes” eran emblemas del paganismo como religión no-oficial. Desde hacía décadas las cumbres de los lugares altos eran usadas como lugares clandestinos para sacrificar a los dioses cananeos (Véase 2 Reyes 17:9-29). David pregunta: ¿recurriré a ellos?
Pero bíblicamente los “montes” también eran lugares de fortalezas, de baluartes, posiciones ventajosas para dominar el campo de batalla y efectivas para la defensa, los montes sugieren protección y refugio.
Y sin embargo, David rechaza la sugerencia de la protección o salida que este mundo ofrece. Decide no apoyar su brazo en los ídolos, no confiar en la fuerza humana, ni siquiera en la propia. Su contestación es categórica: “mi socorro viene de Jehová, quien hizo los cielos y la tierra” (121:2).
A continuación, explica las razones de su decisión con un poema sin parangón acerca de la seguridad inquebrantable que se encuentra junto al Dios eterno, creador y salvador.
¿A quién acudes cuando sientes que tus fuerzas ya no dan para más? ¿A tu familia? ¿Amigos? ¿Al banco? ¿Médico? ¿Te escondes, corres o huyes? ¿Vas con el psicólogo? ¿El consejero?
Algunas de estas cosas no son malas, pues Dios usa canales para bendecirnos siempre y cuando no desviemos la mirada de la verdadera fuente de seguridad, auxilio y socorro.
Que la sentencia “mi socorro viene de jehová” no salga de tu cabeza. Y sepas siempre reconocer que la ayuda correcta, fruto de la oración, la sumisión, la paciencia y el bien hacer, provienen de la mano de aquel que guardará tu salida y tu entrada para siempre (121:8).
Por eso hoy no necesitas alzar tus ojos a los montes. Acuérdate de David, confía en Jehová, y él será tu sombra a tu mano derecha.
“Los que confían en Jehová son como el monte de Sion, que no se mueve, sino que permanece para siempre” (Salmos 125:1).