¿Cuántas veces al día te encuentras a ti mismo queriendo decir algo y… «¡Ya va! Esto no puedo decirlo»? O ¿Has contabilizado de cuántas cosas que han salido de tu boca te arrepientes haber dicho?
Demasiado a menudo nuestras propias palabras nos juegan jugarretas. ¡Qué maravilloso sería poder ponerse un candado de vez en cuando! O ¿qué tal si se inventara un filtro tecnológico pre-programado insertado en nuestro sistema nervioso para defendernos de «meter la pata»?
¡Sé que David estaría de acuerdo con nosotros! Él solía decir “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Salmos 141:3).
En aquel tiempo los avances tecnológicos no eran tan pronunciados, así que la petición de David es más sencilla: Una guardia. Los soldados no solamente son necesarios en las murallas, lo que sale de nuestra boca también es peligroso en extremo.
Y cuánta culpa le echamos a la pobre lengua. Llamándola de todo, como si ella fuese responsable. Como si ella pensara y se mandara sola.
Jesús apuntó al verdadero centro del problema cuando dijo “De la abundancia del corazón, habla la boca” (Mateo 12:34). El problema no es la imprudencia ni la solución es pensar más antes de hablar (aunque esto es recomendable). ¡El cortocircuito no está en la lengua, está en el corazón!
Jesús escucha las acusaciones de los escribas y fariseos, señalando que él tiene un demonio y por eso echa fuera a los demonios (Mateo 12:24), acusándolo de efectuar una obra diabólica, excusando su propia incredulidad, y lo que contesta es: «Yo los entiendo, tranquilos… ¿cómo podría esperar que hablen lo bueno si son malos en su corazón? No puede suceder otra cosa. La boca habla de lo que hay en el corazón».
Todo lo que se cultiva en la mente, lo que ocupa y absorbe nuestros pensamientos, lo que comúnmente vemos, oímos, tocamos y olemos, las cosas que decimos allá en lo íntimo del corazón, eso somos.
Es imposible escapar por siempre de la tiranía del pensamiento. Lo que hay allí tarde o temprano se expresa y se da a conocer.
Si yo continuamente en mi mente critico, hablo mal de los demás, albergo rencores, celos y envidias, ¡Anótalo! Que bien pronto de mi boca eso es lo que va a salir. Si tengo mi mente llena de violencia, de maltrato familiar, de sexo, promiscuidad, no podré escapar de los frutos de ese árbol malo que he plantado.
Así que el infierno no está en la lengua, no no no… No le sigamos echando la culpa a un simple músculo. El infierno comienza por lo que guardamos en nuestra cabeza.
David tenía razón, es verdad. Es importante filtrar el contenido de lo que sale de nuestra boca. Es importante guardarse de pronunciar palabras impropias, de ofender a los demás, de contar cosas que no debieran ser contadas, ¡eso es muy importante! El cristiano se abstiene de dar rienda suelta a los impulsos pecaminosos.
Pero más importante aún es plantar un buen árbol en la mente y el corazón. Y esto inicia por el cambio que únicamente nuestro Dios puede hacer, para comenzar a revertir la tendencia de nuestra conducta y pensamientos de malo a bueno.
Si de la abundancia del corazón habla la boca, entonces el primer paso es pedir a Dios que cambie este corazón manchado de pecado, y nos otorgue un corazón donde su ley esté grabada con letras imborrables, donde el temor a Dios sea el impulso principal (Jeremías 32:39-40).
Cuando Dios inaugura esta obra en el ser humano, el individuo se da cuenta que hay nuevos deseos y nuevas intenciones que están naciendo en su ser; pero así mismo reconoce que todavía le corresponde hacer morir lo terrenal que está en él (3:5).
Es decir que, aunque Dios está trabajando en el hombre, él personalmente tiene una obra que hacer. Y en esto debemos incluir el cultivo de pensamientos santos, y guerrear contra los pensamientos malos que se niegan a morir.
Dios va cambiando lo de adentro, y nosotros colaboramos con él en la tarea.
Digamos junto con David: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio” (Salmos 51:10).
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